ME COPA COPANI
¡Señora grande! ¿No me da vergüenza hacer
confesiones como la del título?
La verdad, debo admitir que no es muy lógico lo que me ocurre, pero he
vuelto a la adolescencia. O tal vez me ha sobrevenido en forma tardía, justo
es decirlo.
¿Cómo se explica, si no, lo que me ha dado por hacer la otra tarde sin que
nada ni nadie pudieran detenerme? ¿Será, tal vez, porque cuando fue el
verdadero momento de correr tras Palito Ortega o Neal Sedaka, Aurora, mi
mamá, no me dejaba mover más que a diez cuadras de distancia de mi casa? ¿O
debo atribuirlo al hecho de que desde que este cantante, con su canción
“Padre” hizo las veces de cortina musical para mi “Campana de madera” en la
radio me cae mucho más simpático todavía de lo que ya me resultaba?
Conste que soy conciente de que estas confesiones harán, sin duda, elevar en
un rictus burlón la boca de muchos de mis compatriotas mientras que otros la
abrirán al tener en cuenta los gustos musicales de una servidora. Pero para
mí, Ignacio Copani representa con muchas de sus letras, un canto sencillo,
simple y cotidiano. Canción desde el humor y la ironía, canción cercana,
quizás, a la de aquellas comparsas populares que, con tono casi chabacano
cantaban muchas “verdades” en los carnavales de Boedo durante mi niñez. Para
referirse a la improvisación en la Argentina, dice, por ejemplo, “Lo atamos
con alambre lo atamos, lo atamos con alambre, Señor…o si no con un poco de
cinta Scotch” y nos cuenta, burlón, la historia de un conquistador de
pacotilla entonando: “Cuántas minas que tengo…”, pero dice, también, “Siglo
veintiuno sin Discepolín, en qué tiempo oscuro nos tocó vivir”. Esas letras,
sumadas a muchas otras en las que habla del poder, de la corrupción, de la
crisis, el amor, la familia o nuestros dolores sin dejar mal sabor de boca,
filtrando siempre la esperanza por alguna hendija, son las que me hacen ser
“cholula” de este muchacho que, además, tiene bastante buen ver. Que una
estará casada, pero gracias a Dios, conserva sus dos ojos (perdón, cuatro,
con los de la óptica) en buenas condiciones.
El hecho concreto es que el martes por la mañana me levanté hecha un
vendaval. ¿Qué digo un vendaval? Un tornado. Impuesta por Internet de que él
daría un recital gratuito en el Auditórium de Radio Nacional a las 19 horas,
mi meollo comenzó a pergeñar toda clase de posibilidades para poder asistir,
a pesar de los impedimentos que amenazaron todo el día con evitarlo.
¿Impedimentos digo? Mi mamá amaneció un tanto destemplada amenazando con una
gripe virulenta, a Mercedes le robaron el celular recién comprado, Fernando
volvió de la clase de gimnasia con un esguince y a la gata le había dado por
vomitar. Pero yo: firme en mi decisión; decidida a viajar una hora hasta el
centro en busca del juglar, pese a reclamos y conflictos, declaré que las
denuncias podían esperar y que el esguince era, apenas, un rasponcito,
mientras confinaba la gata al lavadero para que vomitara a gusto y le daba
dos aspirinas a la autora de mis días. A continuación, llamé a mi marido a
la oficina y le avisé que no me encontraría en casa a su regreso, que lo
cambiaba por el juglar de rulos que a él no le resultaba tan simpático, y
que ya me iba porque con tantos avatares era tardísimo y temía no poder
entrar al Auditórium.
¡Santo varón! Cuando pensaba que me reprocharía por querer abandonar a su
suerte a nuestros vástagos -gata y abuela incluidas- o por hacerle cenar
algunas pizzas, me respondió que me esperaba en la puerta de la radio y que
él mismo haría la fila mientras yo llegaba.
Así, “Nacho” -ya ahora puedo llamarlo “Nacho”- nos deleitó -bueno, “me”
deleitó- con un hermoso cancionero que hizo mis delicias y la de un
numerosísimo público tan encantado como yo con sus gorgoritos.
Al finalizar, pude darle un abrazo a mi ídolo, ante la azorada mirada de mi
esposo, mientras me autografiaba su último cd. Demás está decir cuánto
lamenté no haber llevado, en el apuro, mi cámara, para dar testimonio del
acontecimiento. De cualquier modo, la alegría de esa tarde perdura todavía,
y por eso la comparto con ustedes.
¿Cholula yo? ¡A mucha honra!
Cati Cobas